En la primera parte de este análisis se abordó la historia iberoamericana reciente, estableciendo la forma en que ha sido profundamente condicionada por los ciclos geopolíticos. De modo que, al contrastar el estado geopolítico de los últimos 200 años con el porvenir —el cual parece apuntar a tener más en común con los periodos de los grandes imperios—, es innegable que Iberoamérica estará pasando por un profundo cambio molecular en su genética geopolítica. Ante este panorama, el objetivo del presente artículo será ahondar en dicho cambio.
El punto central del análisis desarrollará la manera en que la transición global impactará en la región a lo largo de este siglo. En primera instancia, se expondrá el efecto general del cambio de ciclo geopolítico regional, asociando los conflictos armados —sean convencionales o asimétricos— con los ciclos geopolíticos de regionalismo y centralismo. En segundo lugar, se evaluará el modo en el que podrían transformarse los regímenes de la región, muchos de los cuales se convertirán en estructuras desconocidas hasta hoy para los iberoamericanos, lo cual es el resultado —y a la vez catalizador— de su nueva dinámica geopolítica y bélica. Por último, se examinará la forma en que podría materializarse el regreso de la guerra a la región. Así, será posible vislumbrar las consecuencias que tendrá la transición global en Iberoamérica, al punto de que la competencia interestatal y la guerra convencional podrían reaparecer en la región.
El regreso del centralismo y de la guerra a Iberoamérica
A finales del siglo XX, el regionalismo comenzó a revertirse en Iberoamérica, de forma similar a como en el siglo XVIII empezaba a desdibujarse el centralismo geopolítico. En el plano político-militar, este cambio significó una reducción de las guerras entre Estados y un notable aumento de los conflictos dentro de los mismos. Cada capital sudamericana —y en algunos casos, ciertas regiones— actuaba como núcleo geopolítico que intentaba imponer la unidad o impedir la fragmentación territorial. Sus principales adversarios eran grupos de poder regionales o ciudades-Estado hostiles a las autoridades centrales. A diferencia del periodo prehispánico, el regionalismo no se expresó a través de divisiones etnolingüísticas. Las micro y subnaciones indígenas, en su mayoría, permanecieron pasivas, salvo excepciones como los mapuches, los mayas, los mayos o los yaquis. En cambio, fueron las poblaciones mestizas y criollas —y, en segundo término, sectores mulatos— quienes asumieron el papel protagónico del regionalismo. Por lo que prevalecieron las lealtades regionales sobre las identidades nacionales o imperiales.
En la mayoría de los casos, las guerras fueron el resultado de disputas regionales que desgarraron los antiguos virreinatos, como ocurrió en la guerra del Pacífico o la guerra de la Triple Alianza. El conflicto giró en torno a qué región o ciudad-Estado lograría imponerse como fuerza dominante. Por esta razón, una vez resueltas las disputas heredadas del orden virreinal, los enfrentamientos interestatales disminuyeron. La única región que llegó a fragmentarse por completo fue Centroamérica —el resto logró conservar varios territorios bajo su control—, lo que explica por qué allí se registró una mayor cantidad de guerras interestatales en comparación con el resto de Iberoamérica.
No obstante, si Iberoamérica está regresando a un ciclo de centralismo, ello implicaría el resurgimiento de potencias expansionistas y de guerras interestatales. Durante el siglo XIX, estos conflictos fueron consecuencia del inicio de un ciclo de regionalismo; en el siglo actual, podrían ser el resultado de un nuevo ciclo de centralismo. Por ahora, todos los Estados están expandiéndose hacia el interior, dominando o incrementando su presencia en regiones domésticas donde antes carecían de control o influencia. Este proceso ha generado tensiones que derivaron en crisis como el levantamiento zapatista o las diversas guerras de las drogas.
Aún así, una vez que los Estados logren consolidar su poder y asegurar la cohesión territorial —ya sea mediante vías democráticas con conflictos armados limitados, como en el caso brasileño; por medios autoritarios, como en el caso salvadoreño; o a través de una combinación de ambos, sin importar la ideología adoptada— quedarán abiertas un par de preguntas: ¿se detendrán? ¿Cuáles lo harán? Frente a este panorama, surgen escenarios que dan pauta a la conformación de nuevos regímenes y modelos de gobernanza, lo cual transformará profundamente a los países iberoamericanos.
Regímenes para un nuevo orden geopolítico regional
Como se indicó en la primera parte de este artículo, los regímenes se ajustaron al contexto de regionalismo, dando lugar a distintas formas de gobierno capaces de dominar el territorio y mantener bajo control a los diversos grupos de poder presentes en los países, ya fueran de carácter nacional o regional. De ahí surgieron los regímenes comunistas, las juntas militaristas, las dictaduras caudillistas y el sistema unipartidista mexicano. Todos ellos reconocían, en mayor o menor grado, las limitaciones impuestas por el entorno geopolítico regionalista, aunque no siempre lo hicieran de forma explícita.
A partir de estas circunstancias, emergió una nueva realidad político-militar: cada régimen debía priorizar su supervivencia, dejando en segundo plano la seguridad nacional. Muchos recurrieron a represiones brutales hacia el interior; otros optaron por mecanismos opresivos más sistemáticos, aunque menos evidentes; y algunos consolidaron estructuras militares fuertemente politizadas o integradas al sistema político, convirtiéndolas en pilares del poder. La diferencia entre un Estado que prioriza la estabilidad del régimen por encima de la seguridad nacional radica en que se compromete a impulsar sistemas políticos, militares o económicos que ponen en riesgo al país con tal de sostener el orden establecido. En este marco, los ejércitos actuaban más como fuerzas de seguridad interna que como instituciones profesionales orientadas a proyectar poder hacia el exterior o a defender a la nación.
Un país inserto en una realidad geopolítica donde se prioriza al régimen e incluso se equipara a la seguridad nacional —y a la integridad territorial— no puede permitirse crisis sociales domésticas. Cualquier forma de disidencia política o social debe ser reprimida; de ahí acontecimientos trágicos como la matanza de Tlatelolco. Resulta irónico que dicha lógica termina debilitando al país a largo plazo, un desenlace que resulta inevitable. En un entorno geopolítico adverso al poder central estatal, predomina la necesidad de anteponer al régimen, no al país. Esto trae consigo la represión, tolera cierta desigualdad —a veces encubierta mediante clases medias o sectores trabajadores estables pero sostenidos artificialmente— y normaliza la corrupción a gran escala, elementos que terminan siendo esenciales para el funcionamiento de las burocracias administrativas y la estabilidad de cada régimen.
Sin embargo, los modelos existentes —así como los propios regímenes— han dejado de ser adecuados para las realidades actuales de los países iberoamericanos. Prueba de ello es el debate emergente entre diversas facciones en el poder —tanto civiles como militares— en torno a qué debe priorizarse: ¿la supervivencia del régimen o el interés de la nación?
Este debate no debe reducirse a una lucha entre lo anticuado o antidemocrático contra el progreso o la democracia; va mucho más allá de eso. Esa lectura puede surgir si no se entiende como parte de un conflicto entre generaciones geopolíticas. Cada una de estas —que puede abarcar varios siglos— se adhiere a una determinada lógica, y cualquier distanciamiento de ella es percibido como una grave amenaza existencial para el país y su estabilidad a largo plazo. En ciertos casos, esta visión tiene sustento. Por ejemplo, cuando colapsó el régimen unipartidista del PRI en México, el resultado fue un periodo prolongado de violencia, crisis sociales y un desarrollo económico decepcionante. El problema radica en la forma en que se entienden las crisis. Quienes buscan un cambio de rumbo consideran que la falta de compromiso con la transición constituye el núcleo de los problemas de cada país. Por ende, no apostar por un nuevo modelo —de gobernanza, política exterior y desarrollo económico— o por un nuevo régimen genera riesgos para la seguridad nacional y la estabilidad futuras.
El impacto externo
Aunado a los dilemas generados por el regionalismo, es necesario establecer una conexión con el impacto de la transición global. Durante la Guerra Fría, cada régimen se adaptó al orden bipolar, buscando el respaldo de Estados Unidos o de la Unión Soviética. A medida que ese orden llega a su fin, la relación de ambos polos —Estados Unidos y Rusia— con el resto del mundo comienza a transformarse. El primero está replanteando sus vínculos con aquellos países con quienes mantenía relaciones tácticas o estratégicas, dando por concluido el periodo en que debía mantener abiertos sus mercados y tolerar cierto grado de proteccionismo en los países del Tercer Mundo —los no alineados— y los del Primer Mundo —los prooccidentales—. Este cambio provoca fuertes sacudidas en el Sistema Internacional, ya que la situación económica y política de muchos Estados se ve completamente alterada. No obstante, la posición de aquellos que dependían del bloque ruso es aún más frágil, pues pierden a su Estado patrocinador y a China como potencia económica patrocinadora (Araujo, 2025b).
A partir de este contexto, países como Bolivia, Venezuela, Cuba y Nicaragua enfrentarán crisis profundas que derivarán en cambios de régimen. Colombia, Guatemala y Perú podrían esperar un escenario similar, dado que Washington está reevaluando sus relaciones con todos los países del mundo. Por su parte, México, Argentina y Brasil se verán obligados a reconsiderar qué tipo de régimen adoptarán y cuáles serán sus modelos de gobernanza, política exterior y desarrollo económico, lo que provocará intensas crisis domésticas y cambios significativos en las relaciones interestatales de la región.
Los nuevos regímenes que surjan de estos escenarios buscarán preparar a sus países para el nuevo panorama geopolítico global. Muchos contarán con mayores recursos para integrar sus territorios, como un crecimiento económico más sólido —especialmente en el caso de México—, mientras que otros cambiarán por completo su estructura sociopolítica. Tras 200 años de regionalismo, las generaciones geopolíticas vinculadas al centralismo comenzarán a comportarse de forma distinta. Al priorizar la seguridad nacional, varios regímenes impulsarán el desarrollo de capacidades destinadas a resguardar sus fronteras, lo que implicará un cambio drástico en sus instituciones de seguridad. En consecuencia, los ejércitos iberoamericanos dejarán de operar como fuerzas centradas en el control interno para convertirse en cuerpos armados cuyo propósito será proyectar poder, es decir, desempeñar funciones expedicionarias.
Ante este escenario, se conformarán dos dimensiones de conflicto interestatal: los locales —fronterizos— y los conflictos regionales. Asimismo, como producto de tal escenario de un creciente centralismo geopolítico, emergerán dos tipos de Estados: aquellos que busquen preservar su integridad territorial —o mantener intacta su soberanía— y los de vocación ‘expansionista’. Respecto a los conflictos locales, estos seguirán las líneas tradicionales de confrontación y tensión política, como la disputa fronteriza peruana-colombiana, la disputa entre Venezuela y Guyana o las tensiones entre Bolivia y países como Perú y Argentina. Pero respecto a la arena regional surgirá un conflicto que creará un panorama geopolítico desconocido para la región.

Cazas MiG venezolanos sobrevuelan una conmemoración del vigésimo aniversario del 4F-II, el 6 de febrero de 2012 (crédito: Prensa Miraflores).
La hipótesis de un pronóstico geopolítico-militar
Cuatro países desempeñarán un rol clave en esta dinámica y adoptarán una postura expansionista —no necesariamente en términos territoriales, pero sí en su afán por consolidar influencia y ejercer dominio sobre otros Estados—, vulnerando soberanías físicas y abstractas, ya sean sociales, culturales o económicas. Dos de ellos son sedes históricas del expansionismo: Perú —particularmente en el eje Perú-Bolivia— y México. Los otros dos son Argentina y Brasil. Mientras tanto, podrían formarse ejes de resistencia, como Colombia y Venezuela o Centroamérica.
Perú y México han sido los territorios con mayor tradición imperialista; de ellos surgieron los imperios históricamente más importantes de la región. Asimismo, fueron las submetrópolis imperiales hispanoamericanas que conformaron los principales centros prorrealistas y que buscaron evitar la independencia, de ahí que su lucha contra el regionalismo fuera tan intensa. A día de hoy, Perú enfrenta grandes desafíos: sus ciclos sociopolíticos, marcados por la inestabilidad geopolítica, han sido más extensos que los de otros países, y por el momento encuentra fuertes contrapesos en Chile y Bolivia.
En contraparte, se encuentran los nuevos centros ‘imperiales’: Argentina y Brasil, que históricamente no han ejercido un papel imperialista ni han sido potencias expansionistas, pero en la actualidad poseen el territorio y la capacidad suficientes para convertirse en grandes potencias, en especial Brasil (Araujo, 2024; Araujo, 2025a). No obstante, ambos países estarán enfrascados en un conflicto regional, y Argentina actuará como contrapeso frente a Brasil, del mismo modo en que este lo fue para Buenos Aires durante los últimos dos siglos (Araujo, 2024).
De forma que, de las cuatro potencias con capacidad expansionista, solo México tendrá libertad de maniobra. Centroamérica se encontrará demasiado fragmentada, por lo que Washington no estará en posición de frenar a México directamente, ya que su nueva política exterior sugiere que intentará contrarrestar su ascenso utilizando a Colombia, Venezuela, Brasil y otros Estados como contrapesos, si bien los resultados de esa estrategia serán variados. En pocas palabras, las confrontaciones regionales del nuevo ciclo geopolítico de centralismo no involucrarán directamente a Estados Unidos, sino que este fungirá como un actor indirecto.
En conjunto, esto creará un escenario en el que México asumirá una postura ofensiva, buscando consolidar su influencia sobre lo que Jorge Vivó Escoto denomina ‘el Gran Caribe’ —subregión iberoamericana que abarca todos los países con costas en el mar Caribe—, así como en Centroamérica. Paralelamente, procurará fortalecer su presencia en América del Sur mediante acercamientos con Estados como Ecuador, Uruguay y Chile. Perú, por otro lado, podría convertirse en un foco de resistencia; sin embargo, al igual que Chile, tendría la posibilidad de optar por integrarse a algún bloque liderado por México. Por su parte, Brasil quedará rodeado por una Hispanoamérica cada vez más alineada con los intereses económicos y políticos mexicanos, como ya lo han demostrado la consolidación de la Alianza del Pacífico y la firma del Tratado de Libre Comercio entre México y Uruguay.
Bajo estas circunstancias, si alguna potencia ‘imperialista’ busca frenar el crecimiento de la influencia mexicana —impulsada, además, por el hecho de que México será la siguiente fábrica mundial—, las principales zonas de conflicto serán el eje Ecuador-Colombia-Venezuela, el eje Perú-Bolivia y el Gran Caribe.
Aunque esta propuesta pueda parecer irreal, los elementos centrales de la hipótesis —el regreso de la guerra y el ascenso de México como potencia expansiva— del pronóstico respecto a una posible serie de confrontaciones geopolíticas en Iberoamérica se sustentan en el reconocimiento de dos hechos clave. El primero es que los países iberoamericanos dejarán de centrarse en la seguridad interna y comenzarán a priorizar la seguridad externa como consecuencia del cambio cíclico en la geopolítica regional. El segundo es que, con excepción de México, todos enfrentarán limitaciones para expandirse más allá de sus fronteras. Brasil y otras naciones que perciban como amenaza a un México más seguro y asertivo adoptarán una postura defensiva.
Esta dinámica dará lugar a una paradoja: México estará a la ofensiva frente a Iberoamérica, pero podría mantenerse a la defensiva frente a Estados Unidos. Rivalidad que será pasiva o indirecta durante gran parte del siglo. La tensión será más evidente entre los países iberoamericanos, los cuales tendrán más que perder o ganar en el corto y mediano plazo.
En este punto se observa el cambio más radical en una región donde los conflictos interestatales de gran envergadura —como los que han ocurrido en Europa, África o Asia— prácticamente no existían. Iberoamérica no ha lidiado con muchas potencias extranjeras o locales con la capacidad de consolidar su influencia, en especial durante el siglo XX. Por un lado, México ya es visto como un actor externo por muchos países sudamericanos. Por otro lado, ninguna región ha disfrutado de un período prolongado de paz: durante más de un siglo, Iberoamérica estuvo marcada por conflictos intraestatales. Pero, ¿qué pasará cuando ya no existan condiciones que propicien guerras internas en la región? Tarde o temprano, la estabilidad interna y el crecimiento económico irán de la mano de un mayor empoderamiento político-militar, lo que provocará fricciones y confrontaciones, tal como ha sucedido en otras partes del mundo.
Referencias
Araujo, A. A. (2024, 29 octubre). Brasil como potencia media emergente: Comprendiendo al gigante sudamericano. Código Nexus. https://codigonexus.com/brasil-como-potencia-media-emergente/
Araujo, A. A. (2025a, 27 enero). Comprendiendo el fenómeno “libertario” argentino: ¿Cambió de rumbo en Argentina?. Código Nexus. https://codigonexus.com/comprendiendo-el-fenomeno-libertario-argentino/
Araujo, A. A. (2025b, 24 julio). Las fases de la transición global: Un cambio paulatino, pero geohistórico. Código Nexus. https://codigonexus.com/las-fases-de-la-transicion-global/