Durante las últimas semanas, el presidente electo estadounidense Donald J. Trump ha sido constante en sus amenazas de realizar diversas acciones que atentan contra la estabilidad, prosperidad y seguridad regional de Norteamérica. En su retórica se han planteado cuatro riesgos geopolíticos: tres responden a la posible anexión de Canadá, Groenlandia y el Canal de Panamá; y la cuarta a una intervención militar en México, es decir, una invasión.
Estas amenazas han causado revuelo en las noticias y medios de comunicación, en especial en redes sociales, donde se advierte sobre cómo la posibilidad de una invasión estadounidense a México se vuelve más real cada día, escenario hipotético que, supuestamente, se refuerza con Donald J. Trump en el poder. Esta incertidumbre se suma a las tensiones económico-comerciales en el bloque económico norteamericano del T-MEC, las cuales han puesto en duda la continuidad del tratado comercial regional.
Ambos problemas, el geopolítico y el económico-comercial, están fuertemente ligados a la transición por la que pasan México, Estados Unidos y la economía internacional ―Canadá también podría estar pasando por una transición similar, pero de menor gravedad o importancia regional que la mexicana y la estadounidense―. Es por eso que resulta fundamental comprender las razones detrás de la incertidumbre, sin importar la retórica política o la ansiedad social que se viva.
Fotografía del Hanjin Xiamen ―un buque portacontenedores― en el puerto de Los Ángeles (crédito: Corey Seeman)
El dilema económico-comercial norteamericano (y mundial)
Como ya hemos dicho en una edición especial titulada “¿Podrá haber otra depresión económica global? Esta vez no será diferente”, la economía mundial tiene ciclos económicos de producción y consumo (Araujo, 2024b). Tanto la duración como las mismas etapas de inicio, clímax y declive de estos ciclos están influenciados por las ondas de Kondrátiev, un economista ruso que identificó distintos patrones con procesos económicos específicos de expansión y contracción. Las etapas de estos ciclos están marcadas por procesos similares que generan acontecimientos reflexivos de la etapa del ciclo y son producto de los principales actores involucrados: el mercado mundial y la fábrica mundial, seguidos por mercados y fábricas secundarias/regionales ―en algunos casos existen fábricas terciarias, también regionales―, de menor peso, pero igual de importantes para el desenlace del ciclo económico.
Estas etapas están divididas en décadas, la mejor forma de identificarlas. Durante las primeras dos, existe gran optimismo respecto a las relaciones entre el mercado y la fábrica mundiales, pero dicha relación empieza a desbaratarse para la tercera década, cuando comienzan a existir sospechas sobre el ascenso económico e industrial de la fábrica mundial. En la cuarta década siempre existe un conflicto comercial en forma de una disputa en la que se negocia la relación mercado-fábrica. Esta década también resulta crucial en términos económicos, ya que es la etapa de mayor crecimiento, por lo que es, en cierta forma, el clímax del ciclo; pero ese crecimiento se da en gran medida debido al endeudamiento que crea burbujas en diversos sectores del sistema financiero, sean estos tecnológico-digitales, inmobiliarios o de cualquier otra índole. En la quinta década, el rápido crecimiento económico de la fábrica mundial se empieza a desacelerar, lo que origina problemas económicos y una crisis.
Es durante la cuarta y la quinta década del ciclo que comenzamos a ver indicios de cuál será el país que se convertirá en la próxima fábrica mundial. Sin embargo, es importante resaltar que estos países siempre están en crisis y parecen al borde del colapso ―en el peor de los casos, tienen guerras civiles, y en el mejor de ellos, crisis internas que generan gran tensión política que, incluso, en ocasiones llega a originar una seudoguerra civil―. Esto se debe a que los ciclos económicos mundiales se alinean con los de aquellos países que serán tanto la fábrica mundial como las regionales, proceso durante el cual surge un Estado central fuerte que domina el panorama político del país y forja una nación unida.
En el caso de Alemania, este proceso concluyó con la victoria prusiana en la guerra franco-prusiana (1870-1871), momento a partir del cual los vencedores forjaron una nación alemana unida, desterrando las identidades regionales de los demás pueblos germanos. En el caso de Estados Unidos este proceso finalizó tras la victoria del norte en la Guerra Civil norteamericana ―también conocida como Guerra de Secesión―, con la que el gobierno central consolidó su poder por encima de los estados regionales y paralelamente forjó una identidad nacional estadounidense. Japón y China pasaron por procesos similares: el país nipón con la Restauración Meiji, y China tras la Revolución Cultural y la crisis de la década de 1980.
En todos los casos, estos procesos han seguido el orden descrito y diversos acontecimientos surgen a partir de su desarrollo. Cabe aclarar, que los ciclos no son procesos idénticos, pero sí tienen patrones con eventos similares, fundamentales para comprender por qué surgen tensiones y disputas, no obstante, no todos tienen el mismo carácter o desenlace, lo cuales en gran medida están sujetos a otros factores que determinan el desarrollo de los ciclos, principalmente geopolíticos. China no se encuentra en las mismas circunstancias que Alemania en 1913 y tampoco tiene las mismas dinámicas geohistóricas o contextos geopolíticos y sociales. Esto en gran medida ha determinado el impacto y la forma en la que se han desenvuelto los ciclos económicos de producción.
Así, la guerra comercial sinoamericana que inició Donald Trump en 2018 —justamente durante la cuarta década del ciclo en el que China funge como la fábrica mundial— no es un fenómeno particular del entonces presidente o una dinámica sociopolítica ajena a cualquier otra de carácter geopolítico o económico. Esto en cierta manera, implica que procesos y eventos, como el inicio de la guerra comercial entre Washington y Pekín, iban a empezar con o sin Donald Trump en el poder. Es posible que algunos aspectos cambiasen, pero en esencia el conflicto comercial surgiría.
Así mismo, Estados Unidos está al final de su propio ciclo socioeconómico que, al igual que todos, dura cincuenta años. Cuando el país comienza a resentir los efectos de la decadencia de esta etapa, se generan tensiones socioeconómicas y políticas, afectando incluso cuestiones como la identidad estadounidense (Araujo, 2024). Donald J. Trump es producto de este ciclo y similar a como ha sucedido con el resto de las etapas, el próximo mandatario estadounidense refleja todos los aspectos culturales, económicos y políticos del ciclo anterior, lo que implica que su política económica y fiscal se asemeje a la de las administraciones pasadas, tanto demócratas —Bill Clinton, Barack H. Obama y Joe Biden— como republicanas —Ronald Reagan, George H. W. Bush y George H. Bush—. Las presiones y conflictos son producto de los cambios que comienzan a exigir los sistemas como resultado del agotamiento de los ciclos, tanto el socioeconómico de Estados Unidos como el económico productivo mundial.
Es a partir de dicho conflicto y de las presiones que surgen a partir del declive del ciclo, que se generan crisis y respuestas extremas. Incluso, la guerra comercial funge más como un proceso natural de transición dentro del esquema de los ciclos económicos productivos mundiales, en que se traslada la fábrica mundial de un país a otro. Pero, como se mencionó, esto genera presiones y crisis. Por ende, el mandatario estadounidense reconoce la manera en que la población de su país sufre esta presión microeconómica. La guerra comercial, —producto del ciclo económico productivo mundial— como señala Fedirka (2024b), ha incrementado los precios de los productos, afectando los bolsillos tanto de la clase media y la trabajadora como la de los mismos negocios —grandes y pequeños—.
El conflicto comercial con China era inevitable y no es reversible, el problema es que el próximo presidente estadounidense ahora debe responder a las presiones generadas por los cambios y crisis. Debido a que no es posible revertir los aranceles —incluso podría resultar necesario incrementarlos— las únicas soluciones que quedan para reducir los costos son el más rápido traslado de la fábrica mundial —mediante el nearshoring— o la reducción de los costos de alguna otra forma. Es aquí donde entra el dilema económico y político del Canal de Panamá y México, sin olvidar el de Canadá.
Respecto al caso del Canal de Panamá, el país centroamericano cobra una cuota para cubrir el empleo de pilotos panameños calificados para cruzar el canal y el resto de factores considerados para el cobro, como el tamaño del buque (Fedirka, 2024b). Ante esto, Donald Trump ha exigido al presidente panameño José Raúl Mulino que reduzca el costo del peaje, para de esta forma disminuir los costos de los productos una vez lleguen a Estados Unidos. El problema es que el gobierno de Panamá se ha rehusado a acatar las exigencias del presidente electo estadounidense. En respuesta, Trump ha amenazado con volver a retomar el control total del canal.
En cuanto al caso de México, el país se encuentra en una transición y una fuerte lucha por determinar su futuro. Hasta el momento, está ganando terreno política y jurídicamente la facción que busca recrear el régimen del siglo XXI —los unipartidistas—, para así volver a estabilizar al país y crear un sistema político que reconozca la realidad geopolítica mexicana. El problema recae en que su éxito genera fricciones debido a que el tratado de libre comercio norteamericano es producto de los logros de la otra facción —los tecnócratas— que busca crear un nuevo régimen y transformar esa misma realidad geopolítica mexicana. Las reformas que se han podido implementar en los últimos meses atentan contra los objetivos económicos y geopolíticos de la facción de los tecnócratas, por lo que consecuentemente atentan contra el T-MEC. Visto desde un panorama más amplio es importante reconocer, en primer lugar, que esta crisis es de esperarse en el país que será la próxima fábrica mundial, y en segundo, que la crisis mexicana genera más incertidumbre a causa de la solución anteriormente señalada de trasladar más rápidamente la fábrica mundial.
Para Washington es importante que México pueda apegarse al nuevo esquema económico mundial para asegurarse de poder transitar la fábrica exitosamente fuera de China y seguir construyendo un panorama geopolítico internacional favorable para sus imperativos geopolíticos. Que México se desestabilice y se arriesgue a la reestructuración en la economía global, solo genera preocupación, es por ello que surgieron las tensiones comerciales tanto con Estados Unidos como con Canadá. La respuesta de Ottawa tampoco ayuda, ya que lo que Washington menos quiere ahora es que el bloque económico con el que pretenderá estabilizar la economía nacional y global se desmorone. Económica y comercialmente, Canadá no tiene lazos importantes con México, pero sí con Estados Unidos y su respuesta a la situación mexicana (Fedirka, 2024a). El país incluso busca crear una relación estratégica con su vecino del sur, algo que en la opinión de los primeros ministros provinciales de Canadá —Danielle Smith, de Alberta y Doug Ford, de Ontario— no podrán lograr con México, en especial por las relaciones económicas mexicanas con China.
Aunque las relaciones económico-comerciales entre México y China sí afectan la integridad estructural y comercial del T-MEC, Estados Unidos busca lidiar con la situación de manera bilateral, pues dejar que Canadá intervenga no ayudará a Washington, eso solo satisfaría los intereses de Ottawa, no los propios. En un sentido estratégico, aunque la relación con Canadá sea importante, aquella con México es más relevante en aspectos geopolíticos, ya que este país está mejor posicionado para ser una fábrica mundial y tiene más peso demográfico, económico y político, y de ser explotado todo su potencial crearía un gigante internacional que contribuiría a los intereses de Estados Unidos mucho más que Canadá.
Tomando esto en cuenta, también es importante reconocer algo de Donald Trump: el mandatario ciertamente sigue la política exterior de Estados Unidos y busca reconstruir —al igual que como quería Joe Biden— la estrategia de equilibrio regional-internacional, algo que se había desmantelado en las últimas dos décadas por la guerra contra el terrorismo —específicamente contra los yihadistas internacionales como al-Qaeda— y diversos conflictos armados (Araujo, 2024). Aun así, Trump tiene técnicas que lo distancian exageradamente de otros presidentes estadounidenses, como su retórica e incapacidad de no decir todo lo que piensa o buscar exagerar la situación para poder negociar. Esto no significa que realmente pretenda cumplir con todos sus objetivos, pero aunque su retórica “caótica” parece no tener orden, sí tiene un trasfondo geopolítico y un propósito estratégico. Puede que su técnica y sus tácticas no sean las más aceptadas o preferibles, simplemente son las que usará. Eso no supone que no pueda generar problemas —asesinar a un general iraní fue un cálculo excesivo y casi desastroso—, pero tampoco hay que exagerar o sacar de contexto la retórica, hay que saber desmenuzarla.
La relación con Panamá tendrá que replantearse nuevamente, en especial dadas las circunstancias sociopolíticas y económicas internacionales en las que Estados Unidos necesita reestructurar la economía global y enfrentar los retos de ese cambio (Fedirka, 2024b). La relación seguramente se reacomodará de manera diplomática mediante negociaciones y presiones —de ambas partes— mientras la retórica ‘trumpista’ genere incertidumbre. De igual manera, las relaciones trilaterales, por razones económicas, estarán plagadas de ansiedad y diversos choques, pero con el tiempo se irán asentando. Canadá carece de poder y elementos a favor para dictar el curso del T-MEC, pero los tres países tendrán que replantear su relación económico-comercial.
El sargento mayor del Comando del Ejército John W. Troxell, asesor principal del jefe del Estado Mayor Conjunto, observa la frontera sur desde un helicóptero UH-60 Blackhawk durante un viaje al oeste de Texas, el 28 de mayo de 2019 (crédito: Sgto. James K. McCann del Ejército de EE. UU./Departamento de Defensa)
La transición en México y la perspectiva estadounidense
Puede que lo anterior nos ayude a comprender la dimensión económico-comercial de la crisis actual, así como a tener una idea de lo que sucede en México, pero no da una imagen completa. Es por eso que se aterrizará la crisis respecto a la dimensión armada de la seudoguerra civil en México —que afecta tanto a la seguridad nacional como a la regional— de manera más detallada aparte.
El temor de una invasión estadounidense en México se basa no solo en la retórica de Trump, sino en que varios políticos estadounidenses han mencionado por décadas la necesidad de ocupar el país. El exsecretario de Defensa de Ronald Reagan, Caspar Weinberger, precisamente publicó en 1998 un libro titulado The Next War, en donde presenta posibles escenarios geopolítico-militares, entre los que se encuentra la posibilidad de que Estados Unidos tendría que invadir México a causa del narcotráfico y la inseguridad, lo que afectaría la seguridad nacional estadounidense. Esta tendencia de políticos norteamericanos hablando de una posible invasión a México para lidiar con el narcotráfico no ha terminado, pues en los últimos años, varios congresistas republicanos hablaron sobre la viabilidad de una intervención militar estadounidense para eliminar a las organizaciones criminales (Araujo, 2023).
El problema con este hipotético escenario y las sugerencias o ‘pronósticos’ por parte de políticos estadounidenses es que no reconocen ni la realidad geopolítica norteamericana ni la mexicana. El plan de invasión que planteó Weinberger, por ende, se ha tomado como una realidad absoluta, de forma que al comparar la situación actual en México con el escenario que planteó el exsecretario estadounidense en 1998, así como con las amenazas actuales de Trump, se cree que dicho escenario se ha vuelto más probable. Sin embargo, el problema de este paradigma sociopolítico es que se basa fundamentalmente en una falta de comprensión de lo que se vive en México. La situación en el país es mejor entendida desde una perspectiva tanto geopolítica como cíclica.
La crisis que atraviesa el país mexicano es mucho más compleja de lo que se suele imaginar. Desde la perspectiva estadounidense y del público en general —incluyendo al mexicano—, lo que sucede en México es un caos total, resultado de la guerra contra el narcotráfico en Estados Unidos, con el Estado mexicano cada vez más cerca de ser un Estado fallido, en donde la falta de iniciativa por parte del gobierno y sus fuerzas armadas se debe a la inmensa corrupción, lo que ha imposibilitado su capacidad para lidiar con las organizaciones criminales en el país.
No obstante, como ya se había esbozado hace unas líneas, esta crisis y elementos clave de la misma —como la corrupción— son resultado de factores geopolíticos y cíclicos. Durante la segunda mitad de cada siglo en México ocurren reformas y cambios estructurales que generan un conflicto a lo largo de las primeras décadas del siglo entrante, específicamente en los periodos de regionalismo geopolítico, cuando el Estado central se debilita y el país se fragmenta geopolíticamente. Las reformas borbónicas generaron la Guerra de Independencia y las políticas económicas liberales de Porfirio Díaz crearon un sistema que colapsó —por el carácter de la propia estructura del régimen porfirista— y desembocó en la Revolución Mexicana. Ambos casos culminaron en un conflicto armado —concretamente una guerra civil— en el siglo entrante. De la misma manera, las reformas tecnocráticas ocasionaron las fricciones y tensiones que desencadenaron en la guerra contra las drogas, una seudoguerra civil. Es así como este conflicto en México se volvió inevitable, dado el contexto del ciclo geopolítico de regionalismo y los procesos que resultaron del mismo.
Visto más a fondo, las reformas borbónicas atentaron contra un régimen y una estructura de poder que empezaban a perjudicar al Imperio español, de ahí la respuesta armada. Lo mismo sucedió con las políticas liberales del Porfiriato, cuyo objetivo era estabilizar y reconstruir al país, pero su estructura seguía siendo endeble y no había resuelto el problema geopolítico mexicano de fondo, por lo que terminó en una lucha revolucionaria. Así mismo, las reformas tecnocráticas de las décadas de 1980 y 1990 fueron un intento de dar fin al régimen unipartidista del PRI que estaba en crisis social, política y económica, y atentaba contra la estabilidad política y la seguridad nacional mexicanas. Por ende, dichas reformas estaban destruyendo no solo al régimen, sino a su estructura de poder y su contrato social posrevolucionario —también llamado ‘cardenista’—. El problema es que ningún régimen o estructura de poder caen sin algún conflicto, en especial dado el contexto geopolítico mexicano predominante durante los últimos dos siglos —plagado, como ya se vio, de luchas de poder y guerras tanto civiles como separatistas—.
Debido a los cambios que iban ocurriendo a finales del siglo XX, se temía por el inicio de una guerra civil o por un golpe de Estado, los cuales podrían debilitar al gobierno central y al aparato político nacional —que mantenía a raya a los aparatos políticos regionalistas—. La transición a la democracia sirvió no solo como un proceso político que consolidó a la democracia mexicana en el año 2000, sino también como una válvula de escape con la que se liberaba presión para evitar una guerra civil. No obstante, los esfuerzos no fueron suficientes y el fin del viejo régimen y su estructura de poder, en especial su jerarquía, junto con el fin de su modelo económico —centrado en el control y la estabilidad nacional— significaron una ventana de oportunidad para nuevos grupos de poder, algunos ‘legales’ y otros ilegales, como las organizaciones criminales.
Esto produjo el inicio de una seudoguerra civil con dos dimensiones: la política y la armada. La primera se evidencia con la actual lucha entre Morena —la facción unipartidista—, de la mano de diversas instituciones nacionales, contra la oposición mexicana —parte de la facción tecnócrata—; la segunda se refleja en la llamada guerra contra las drogas en México. A partir de esto, es fundamental recapitular sobre lo que ha ocurrido en el país las últimas dos o cuatro décadas.
Aunque siempre se señala a Felipe Calderón Hinojosa como el principal artífice de la crisis de inseguridad, en realidad, el expresidente mexicano solo reaccionó a una dinámica que había comenzado años atrás. Desde principios del siglo XX ya existían confrontaciones militares e intensas protestas sociopolíticas —estas segundas, resultado del levantamiento zapatista en 1994—. En este punto, cabe ponerse en el lugar del entonces presidente: siendo el segundo mandatario de un partido de la oposición y con un congreso controlado por el partido exoficialista —el PRI— y varios grupos de interés que todavía pertenecían a la vieja estructura de poder, Felipe Calderón no se encontraba en un escenario favorable.
La situación era crítica entonces como lo es ahora, y su respuesta —que habría sido la de cualquier presidente mexicano— fue enviar al Ejército a resolver el problema, pues conviene señalar que este no funcionaba como un Ejército tradicional, sino como una fuerza de seguridad interna para el Estado mexicano. A pesar de su decisión, el expresidente no pudo desplegar la fuerza total del Estado: por un lado, existían límites políticos y jurídicos —estos segundos resultado de las reformas que destruyeron al régimen unipartidista—; por otro lado, y más importante, es que la respuesta que necesitaba el país para terminar con la crisis habría requerido de una gran movilización de recursos y fuerzas militares que provocaría una inestabilidad nacional de impresionante magnitud. No hubiera sido razonable, para ningún mandatario sin importar su partido, responder con la fuerza necesaria para terminar con la crisis, especialmente siendo de la oposición. Calderón habría sido acusado de represión política y de atentar contra la democracia. De hecho, esas mismas presiones fueron las que evitaron que Enrique Peña Nieto y Andrés Manuel López Obrador pudieran acabar con la crisis de manera definitiva —algo que va de la mano del desarrollo de los conflictos de los ciclos de transición mexicanos, los cuales tienden a durar 3 décadas, no 6 años, como un periodo de mandato ejecutivo en el país—.
Por su parte, también es conveniente considerar a la corrupción bajo las métricas del análisis anterior. Tanto para los estadounidenses como para los mexicanos, la corrupción es inútil y contraproducente en el caso de México, pero esta, al ser un fenómeno social, responde a cuestiones geopolíticas. En tiempos del régimen unipartidista, era percibida como un tributo más que como un soborno, en otras palabras, existía un sistema tributario en el que diversos grupos, como las organizaciones criminales, ejercían como vasallos de la estructura de poder nacional y debían pagar a los grupos que pertenecían a esta cima, es decir, policías, militares y políticos del PRI. Asimismo, la corrupción funcionaba como un elemento que ayudaba al gobierno central y a la élite nacional a controlar la situación, favoreciendo a los políticos nacionales o manteniendo bajo control a diversos grupos de poder regionales y nacionales.
Cuando el viejo régimen murió, la jerarquía que sostenía ese sistema tributario se desmanteló y lo convirtió en un producto del reciente contexto geopolítico en el que había nuevos grupos de poder con nuevas capacidades, principalmente organizaciones criminales. Estas comenzaron a crear un gobierno en la sombra, producto tanto de la colaboración como de la supervivencia. La mayoría de las instituciones y el mismo sistema político mexicano no estaban preparados para dicha crisis. Ante esto, es importante subrayar que existen dos facciones en esta seudoguerra civil, con visiones diametralmente opuestas, lo que da pie a dos circunstancias: una en la que se crean límites y contrapesos a cualquier estrategia nacional y otra en la que existen dos estrategias divergentes que se contraponen, la primera busca recrear el sistema de pactos del pasado, lo que involucra colaborar con diversos grupos y la segunda que busca eliminarlos a largo plazo —centralizando el poder en el Estado y sus instituciones, autónomas o gubernamentales—.
México se enfrenta a un panorama en donde existen diversos seudocaciques y seudocaudillos regionales que imponen una realidad local propia en varias regiones y atentan contra el Estado central, lo que a su vez se suma al dilema que enfrenta México: si un gobierno fuera a responder realmente —o intentar responder— con la fuerza necesaria para lidiar con la crisis, ¿que implicaría eso? Estaríamos hablando de una confrontación armada de gran escala a nivel nacional y una purga inmensa del sistema político y económico nacional, en que cualquiera de las facciones, unipartidista o tecnócrata, estaría arriesgando todo.
Es por eso que la crisis de inseguridad, es decir, la guerra, no ha terminado todavía. Ninguna facción ha podido asegurar un control total de las instituciones nacionales como para intentar emprender tal proyecto. Para los estadounidenses y el público mexicano, la corrupción y la falta de respuesta del gobierno no tienen lógica, pero todo esto ha constituido una serie de jugadas cautelosas para intentar mantener el equilibrio nacional. Lo cual no quita el hecho que no se hayan cometido graves errores en diversas políticas de seguridad, pero la inactividad se debe a mucho más que solo corrupción o incompetencia. Todo esto tampoco significa que nunca habrá una respuesta definitiva o que la crisis no tendrá fin, eso que por cuarenta años mantuvo a México ‘estable’ ya se está desgastando y pronto, una de las facciones tendrá que tomar la decisión de lanzarse a dominar al país, lo cual ha sucedido en el pasado en dos ocasiones, primero contra Agustín de Iturbide y luego contra Plutarco Elías Calles.
Aunque no comprenda la falta de resolución del gobierno mexicano o la corrupción que en este impera, Estados Unidos no intervendrá en México. Resulta algo semejante a lo que enfrentó en Francia durante la Guerra Fría: en las décadas de 1970 y 1980, los estadounidenses, los israelíes y los británicos estaban luchando contra grupos terroristas en París, mientras que los franceses, aunque cooperaban, no querían convertir al país —en especial su capital— en una zona de guerra, lo que generaba choques con aquellos aliados que simplemente querían terminar con los terroristas y así ‘zanjar’ el problema. “[Los franceses] consideraban que la batalla por Europa, como se la denominaba a veces con grandilocuencia, era demasiado importante como para simplemente ganarla. Había que gestionarla sutilmente para llegar a un resultado aceptable, no a una solución” (Friedman, 2015/2016). Ese ha sido el caso para México en las últimas dos décadas. Pero el objetivo se ha ido erosionando hasta convertirse en una bomba de tiempo. Pronto veremos que la facción que buscará dominar al país ejecutará una respuesta que se verá como una crisis de violencia política como la que no se ha visto en más de siete u ocho décadas en México.
Escenarios y soluciones más realistas
Los altos mandos estadounidenses reconocen los riesgos de invadir México e incluso de intervenir militarmente en el país. No existe una necesidad geopolítica real por la que Washington daría luz verde a una intervención militar, sin importar la retórica del mandatario en turno. A corto plazo, un escenario más realista involucraría la continuidad de tensiones y la retórica, pero a mediano plazo se esperaría más el uso de la diplomacia y la comunicación para lidiar con el problema.
La mayor preocupación será lo que ocurrirá una vez que la presión en México ya no pueda continuar escalando y el país estalle bajo la misma. Durante dos décadas se ha intentado evitar que la crisis crezca sin control, pero lo que una vez mantuvo ‘estable’ la situación, se ha estado desgastando gravemente en los últimos años y de manera aún más acelerada en los últimos meses. Si Estados Unidos fuera a intervenir, esto sería respaldando no solo a la facción que se muestre más a favor de sus intereses, sino a aquella que esté mejor posicionada geopolíticamente. Al igual que como sucedió cuando el Reino Unido tuvo que decidir sobre a quién apoyaría en la Guerra de Secesión de Estados Unidos o cuando respaldó al Ejército prusiano mientras unía a los pueblos alemanes.
Estados Unidos necesita que Norteamérica se estabilice. La transición en México se tornará todavía más tensa y la situación podría empeorar de manera drástica. Entretanto, eso creará ansiedad y abrirá la puerta a que prolifere la retórica alarmista. De forma que es importante reconocer las razones por las que han surgido las actuales crisis y entender que, con el tiempo, estas mismas se irán asentando y con ello surgirá una nueva región con nuevas naciones.
Referencias
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Araujo, A.-A. (2024, 9 noviembre). La victoria electoral de Donald Trump: Reevaluación y realidad. Código Nexus. https://codigonexus.com/la-victoria-electoral-de-donald-trump/
Araujo, A.-A. (2024, noviembre). ¿Podrá Haber Otra Depresión Económica Global? Esta vez no será diferente. Código Nexus. https://codigonexus.com/wp-content/uploads/2024/11/ED-ESPecial-NOV2024.pdf
Fedirka, A. (2024a, 18 noviembre). It’s Hard to Quit the USMCA. Geopolitical Futures. https://geopoliticalfutures.com/its-hard-to-quit-the-usmca/
Fedirka, A. (2024b, 23 diciembre). The Panama Canal: Hostage to the US-China Trade War? Geopolitical Futures. https://geopoliticalfutures.com/the-panama-canal-hostage-to-the-us-china-trade-war/
Friedman, G. (2005). America’s Secret War: Inside the Hidden Worldwide Struggle Between the United States and Its Enemies. Estados Unidos: Anchor Books. (Obra original publicada 2004)
Friedman, G. (2016). Flashpoints: The emerging crisis in Europe. Estados Unidos: Anchor Books. (Obra original publicada 2015)