Mikel Gaztañaga es investigador en Orkestra-Instituto Vasco de Competitividad (España). Licenciado en Humanidades por la Universidad de Deusto, posee másteres en Relaciones Internacionales y Diplomacia por Deusto y la Universidad Autónoma de Madrid. Ha sido investigador visitante en la Munk School of Global Affairs and Public Policy de la Universidad de Toronto.
Vivimos en una época particularmente saturada de afirmaciones terminales. Cada día se proclama el colapso de algo: del orden liberal, de la Unión Europea, de la democracia, del imperio americano o del milagro chino. Las narrativas de ‘punto de inflexión’ se han convertido en el material dominante de la conversación pública global. En este juego de pronósticos apocalípticos, Estados Unidos y China intercambian roles con una rapidez que ya no responde tanto a transformaciones estructurales como a los vaivenes emocionales del ciclo mediático: tan pronto uno aparece representando a una potencia en declive, atrapada en sus contradicciones internas, el otro se proyecta como un coloso imparable —y viceversa al día siguiente—.
La última contribución a este género viene de Thomas L. Friedman, quien acaba de publicar una columna en The New York Times titulada I Just Saw the Future. It Was Not in America. Desde el nuevo campus de Huawei en Shanghái —una infraestructura tecnológica que fusiona el espíritu disruptivo de Silicon Valley con la densidad industrial de la cuenca del Ruhr en su apogeo y con la ambición de escalabilidad que caracterizó al Detroit del siglo XX—, Friedman lanza una advertencia: mientras Estados Unidos se enreda en guerras culturales o aplica tarifas con lógica de corto plazo, China avanza con paso firme hacia una revolución industrial basada en inteligencia artificial, automatización avanzada e integración digital. El contraste, según el autor, es contundente: Estados Unidos estaría abandonando la lógica de cooperación científico-industrial que lo hizo fuerte; China, por el contrario, estaría consolidando su liderazgo mediante inversión masiva en capacidades estratégicas. Si en el pasado se viajaba a EE. UU. para ‘ver el futuro’, hoy —afirma Friedman— ese futuro se encuentra en las afueras de Shanghái.
Contrasta, de hecho, con el diagnóstico que propone otro Friedman: George Friedman, prestigioso analista de prospectiva geopolítica, en The Storm Before the Calm (2020), su libro más reciente. Desde una mirada estructuralista —inspirada en teorías de ciclos de largo plazo, como las ondas de Kondratiev—, George Friedman sostiene que Estados Unidos atraviesa actualmente una doble crisis cíclica: una de carácter institucional —que se repite aproximadamente cada 80 años— y otra de índole socioeconómica —cada 50 años—. Ambas convergen en la década de 2020, generando un período de dislocación profunda. Sin embargo, y a diferencia del tono crepuscular que domina otras narrativas, Friedman argumenta que estas crisis no anuncian un ocaso, pues en realidad funcionan como catalizadores de un nuevo ciclo expansivo, como ya ocurriera tras la Guerra Civil o la Segunda Guerra Mundial. En su lectura, la historia estadounidense está marcada no por la estabilidad, sino por su capacidad de reconfiguración tras momentos de quiebre estructural.
Esta idea del declive como prólogo de un nuevo ciclo ha sido retomada por otros autores como Peter Zeihan —exanalista de Stratfor, la consultora fundada por el propio George Friedman— y Michael Beckley, cuyas investigaciones sobre los límites estructurales del ascenso chino han ganado mucha relevancia últimamente. Ambos sostienen que, a pesar de sus desafíos internos, el poder relativo de Estados Unidos sigue siendo abrumador, mientras que China, por su parte, enfrenta restricciones estructurales severas: envejecimiento acelerado, sobreendeudamiento, dependencia energética y un creciente aislamiento internacional. En este marco, las apariencias de fortaleza pueden ocultar vulnerabilidades profundas.
Antes de tomar partido por una u otra narrativa, resulta indispensable contextualizar las trayectorias y enfoques de quienes las formulan. No se trata de descalificar sus argumentos, sino de adoptar una lectura crítica situada: comprender cómo estos diagnósticos responden a climas intelectuales determinados y proyectan, más allá de los datos, temores y aspiraciones profundamente arraigadas.
El propio Thomas L. Friedman fue autor, en 2005, del superventas The World Is Flat, una celebración entusiasta de la globalización y de la supuesta disolución de las fronteras económicas bajo el impulso de la revolución tecnológica. Su tesis —que anticipaba un mundo crecientemente integrado y regido por la eficiencia de las cadenas de valor globales— no solo resultó excesivamente optimista, sino que fue desmentida por los acontecimientos posteriores. La última década y media ha estado marcada por la fragmentación, no por la convergencia: la rivalidad entre grandes potencias, la desglobalización parcial, la politización del comercio y el retorno de las fronteras —físicas, digitales y normativas— redefinieron el escenario global.
Por su parte, George Friedman publicó en 1991, junto a Meredith LeBard, The Coming War with Japan, un libro que anticipaba un conflicto inevitable entre EE. UU. y Japón, motivado por la competencia tecnológica y el ascenso económico nipón. Sin embargo, los hechos siguieron otro rumbo. Japón entró poco después en una prolongada fase de estancamiento —la conocida ‘década perdida’—, su proyección geoestratégica se mantuvo limitada por restricciones internas, y acabó consolidándose como uno de los aliados más estables y previsibles de Washington.
A la luz de estos antecedentes, lo más revelador de los planteamientos de ambos Friedmans no reside tanto en la literalidad de sus predicciones como en su capacidad para condensar —y, al mismo tiempo, proyectar— las ansiedades estructurales de sus respectivos contextos históricos. Cuando Thomas Friedman escribe hoy sobre el avance tecnológico de China, su análisis trasciende el caso empírico: expresa, en el fondo, la inquietud de una élite norteamericana ante la percepción de pérdida de primacía estratégica y los desafíos crecientes que enfrenta Estados Unidos, en un escenario marcado por el retorno de Donald Trump, así como una polarización política extrema, disfuncionalidad institucional persistente y una preocupante falta de conciencia —en amplios sectores de la sociedad— sobre la transformación radical del entorno internacional. En un mundo crecientemente competitivo y exigente, Estados Unidos se ve expuesto a tensiones inéditas para un país que, durante décadas, ha habitado el centro del sistema global y ha construido su identidad en torno a la expectativa de la victoria.
En cambio, cuando George Friedman plantea una narrativa cíclica de regeneración nacional, lo hace anclado en una tradición intelectual que confía profundamente en las ventajas estructurales de Estados Unidos —su geografía continental, su demografía relativamente joven, su dotación de recursos naturales y su arquitectura institucional—, así como en una capacidad histórica de recomposición sistémica que ha demostrado operar más allá de la contingencia política y del liderazgo de turno. Para Friedman, el dinamismo estadounidense no radica en su estabilidad, sino en su habilidad para metabolizar crisis profundas y transformarlas en vectores de reorganización interna y proyección global.
Lo único que puede afirmarse con razonable certeza es que, por profundos que sean los errores estratégicos o la desorientación política, en Estados Unidos —y también en Europa— estos dilemas no solo se plantean, sino que también se debaten, se publican y se someten a escrutinio público. La controversia no es una anomalía del sistema: es una de sus condiciones de posibilidad. En China, en cambio, la deliberación abierta sobre los grandes rumbos del país sigue siendo estructuralmente inviable, tanto en el plano institucional como en el intelectual. Y si algo sugiere la historia reciente es que la capacidad de adaptación, regeneración y resiliencia de una sociedad no depende exclusivamente de sus recursos materiales o su poder coercitivo, sino —de forma más decisiva— de su apertura a la autocrítica, al conflicto argumentado y a la revisión de sus propias premisas.